Entre las idas y venidas del proceso electoral, luego de la primera vuelta que dejó más de una sorpresa para algunos, y prolongados sinsabores para otros, también viene siendo oportunidad de establecer un balance sobre el desempeño de la academia, y particularmente de quienes estamos en el campo de las ciencias sociales. Porque, así como hay perdedores políticos, ya va siendo hora de reconocer que la academia también perdió.
Con la excepción de un conjunto de miradas clásicas ampliamente conocidas, como las de Luis E. Valcárcel, Alberto Flores Galindo y Julio Cotler; al día de hoy no contamos con algún estudio o línea de investigación reciente que pudiera haberse aproximado al escenario político en el que nos encontramos, o que nos proporcione mejores alcances sobre la entrada de un actor como Pedro Castillo al ruedo electoral: tan reivindicativo en lo simbólico, y a la vez tan esquivo para sostener lo técnico. En términos bastante estrictos, a los científicos sociales el maestro ‘se nos pasó por la guachita’, y toca aceptarlo.
Queda —en términos comparativos— recordar aportes como el del antropólogo Carlos Ráez, quien en su momento pudo ayudarnos a comprender mejor el retorno de la congregación religiosa de israelitas a través del FREPAP, durante las últimas elecciones que dieron origen a la composición del actual parlamento. Su mirada, solvente y fuertemente apoyada en el trabajo etnográfico de años, nos ayudó a ver que aquella aparición era todo menos exótica, azarosa o espontánea. Entender a este grupo y a sus múltiples liderazgos internos anclados en un esquema teocrático, los que a lo largo del tiempo han ido conformando también un movimiento social con importantes respaldos en las periferias urbanas, no tiene un correlato ante el “fenómeno Castillo”. Ningún esfuerzo académico encontró una mirada multidimensional al profesor de escuela rural, gremialista, rondero y marxista del siglo XXI que hoy encabeza intempestivamente la segunda vuelta por la presidencia del Perú.
Quizá uno de los ejemplos más notorios se encuentre en la comparación ‘LASA-ALAS’. Sin desmerecer a quienes presentan proyectos o participan como asistentes, y hasta como organizadores, es bien sabido cuáles son los márgenes epistémicos y las perspectivas detrás de cada uno de estos circuitos académicos. La primera, siempre mejor organizada, ‘marketeada’ y hasta concebida como un espacio para el coqueteo con potenciales fuentes laborales; mientras que la otra es vista casi como vernacular, folklórica y hasta pintoresca. Los que han tenido oportunidad de participar en ambos encuentros, saben de los ejes temáticos, de las mesas que se abren y hasta de los perfiles de públicos que asisten.
Una, cuando llegó a realizarse en nuestro país, empleó una mirada de ‘lo peruano’ muy pensada en códigos epistemológicos de la academia norteamericana; mientras que la otra sigue siendo fiel a la tradición de Quijano, apostando por descolonizar los poderes y los saberes. Una hasta refuerza las redes elitistas en la academia, pues hasta resulta más engorroso y costoso ingresar en ella si quiera como oyente; mientras que la otra se torna en la única alternativa que posee un joven investigador que quiere intercambiar opiniones sobre algún avance o propuesta de investigación desde su región, su universidad y su realidad.
Sin abandonar los alcances teóricos y de metodología de investigación del norte, que por mucho tiempo han impregnado nuestra producción en ciencias sociales, cabe pues reconocer que aquello fue para muchos tener los pies en el Perú, pero mirar nuestro entorno con ojos de ‘academia gringa’. Hoy, antes de abandonar del todo a los ‘Levitskys’, podríamos intentar apreciar más a Arguedas.