El misterio de la experiencia del dolor humano a la luz de la fe

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Por: Emilia Justiniani.

En la vida del hombre se deslumbra un peregrinar del sufrimiento, que se manifiesta a través de experiencias tangibles y palpables. A su vez aparece una incógnita constante que nos persigue y es ¿Por qué?

En el mundo, se presenta como un hecho personal y concreto. Este terreno es mucho más vasto, mucho más variado. El hombre sufre de modos diversos. El dolor es algo todavía más amplio que la enfermedad, más complejo y a la vez aún más profundamente en la humanidad misma. Toma distinción como fundamento de la doble dimensión del ser humano, tanto el elemento corporal y espiritual como el inmediato o directo sujeto de padecimientos. Porque no solo se transmite de forma corpórea sino que traspasa el alma, lo más hondo de nuestro ser, lo transgrede y lo hiere.

Vemos que el dolor es un componente muy ligado a la existencia humana. Pero más que ser una experiencia íntima y personal se convierte en una experiencia colectiva que nos invita a todos a reflexionar en la solidaridad y en la generosidad. Vemos que todos padecemos de similares males y somos propensos a ellos por múltiples razones que aún no entendemos. A veces cuestionamos si es cosa de un mero destino ya antes escrito o predestinado para toda la humanidad, si es obra de una inteligencia superior o resultado del libre albedrío del hombre, es la constante pregunta que se debe esclarecer.

Nos vemos también transcurrir en el espacio y en el tiempo, sentimos que a veces algunos dolores son tan duraderos que son más grandes que hasta nuestra propia voluntad. Esta misma ausencia de bienestar hace que nuestro espíritu de lucha se desvanezca…pero vale preguntarse, ¿Realmente vale la pena que sea así?

Y llegamos a más incógnitas consecutivamente, para caer en un ¿Para qué?, es decir, un volver al sentido, la razón, un contenido, un concepto, un sustento, estamos en la búsqueda constante de ese algo que amortigüe este padecimiento. No es nada fácil encontrar una respuesta satisfactoria para tan grande abismo que se nos representa en frente y que por ende se debe de enfrentar.

Es pues, el dolor que siempre ha sido un asunto crucial dentro de la variedad de cuestiones que ocupan los pensamientos del ser humano, y no debe ser ajeno jamás para nosotros.

La miseria del mundo se hace más denso debido a lo complejo que se ha vuelto, y a los diversos sucesos y acontecimientos que han surgido a lo largo de la historia que vamos transformando a la humanidad misma, es decir, somos nosotros parte de este proceso. Pero es necesario esclarecer que no todo padecer procede por cuestiones intrínsecas a los hombres sino más bien que son intrínsecas.

El mismo hecho de la libertad humana y el uso que le damos y ejercemos gracias a ellas es lo que puede ser crucial en esta premisa.  ¿Pero en algún  momento nos hemos preguntado qué sería de nosotros sin la experiencia del dolor? Realmente no sería el mundo tal como lo conocemos, y quizás muchas otras cosas no existirían si fuese así: la generosidad, la solidaridad, la caridad, incluso el mismo amor.

¿Qué sentido podría tener realmente? Vemos algo que existe que se quebró, se corrompió dentro del hombre y quedó como una marca cuando se clava una tachuela en la madera y al sacarla se deja una huella, una señal de que algo pasó justo ahí. Es por el pecado como todos los males entran en la existencia del hombre y que en nuestra finitud se hace sentir fielmente.

Quedamos desamparados en la nada, arrojados, frente al mundo que se desmorona y se derrumba en el dolor que no abre paso a salvación alguna.  Se presenta ante nosotros un vacío existencial al cual estamos expuestos y propensos; lacerados estamos frente a una acidia. Pero el panorama se amplía a través de la fe, de aquella de la cual nos habíamos olvidado.

Entra la fe al rescate, en medio de la miseria en donde el ser humano está inmerso.  Una pequeña fuerza misteriosa que empuja. Fuente de esperanza. Niña pequeñita, dueña de nada.

Se ejerce pues aceptación  del dolor que no es pasivo, o de una resignación frente a la adversidad. La aceptación es activa y nace de la fe. Así, antes que los hechos ocurran, debemos hacer todo lo posible por lograr lo deseado y lo que suponemos favorable, pero ante los acontecimientos dolorosos ya ocurridos debemos aceptarlos.

Presupone la fe en una ilimitada totalidad de sentido, la fe en que el universo en su conjunto descansa dentro de un contexto de sentido. Sólo desde ahí tiene razón preguntar sobre el sentido del dolor en nuestras vidas. Tal pregunta se plantea ante todo allí donde se cree en un Dios omnipotente y bueno, es decir, allí donde, por tanto, es posible preguntar: cómo se armoniza ese hecho con la existencia del dolor en el mundo?

En otras palabras, cuando la solución ya no está en nuestras manos, llegó la hora del abandono, que no es fatalismo sino una entrega confiada a la voluntad de Dios. En realidad, la genuina aceptación cristiana brota del convencimiento de que el hombre no sabe lo que le conviene a su experiencia. Pero es a través de esa fe muestra de amor infinito fuente de salvación eterna en la tribulación.

Es por eso que la vida y sobre todo la cristiana exige que el hombre transite con valor su propia existencia, lo que implica, indudablemente, asumir el dolor. Existe, además, una oculta conexión entre el dolor y la dicha; entre la agonía y la felicidad, y es por eso que ambas experiencias hacen posible la esperanza.

 El sentido del dolor y del padecer humano es, en definitiva, un misterio que, al igual que el propósito de la propia existencia terrenal, escapa a la comprensión.

Es en la experiencia del dolor cuando el hombre puede percibir mejor su condición de criatura finita. Pero si bien esta carencia puede acercarnos a Dios, también puede alejarnos y así ante el dolor muy intenso, y nos puede ser presas de la confusión.

La vida, en el fondo, es un permanente desafío hacia el auto-crecimiento y, vista de este modo, sin la existencia de la desdicha o del dolor, se desvanecerá la experiencia terrenal del hombre como un acontecer carente de sentido. Así, un mundo sin pecado sería un mundo estático, donde la existencia del hombre se convertiría en un hecho inútil y en una vida sin lucha ni que combatir.

Y quien dio pie de lucha por amor fue Jesús en el madero, Él ya venció la agonía del dolor a través de la cruz. Él nos introduce a la vida eterna y a su acción salvífica. Esta liberación debe ser realizada por el Hijo unigénito mediante su propio sacrificio. Y en ello se manifiesta el amor, el amor infinito, tanto de ese Hijo unigénito como del Padre, que por eso  da  a su Hijo. Este es el amor hacia el hombre, el amor por el  mundo, el amor salvífico. El hombre muere, cuando pierde  la vida eterna. Lo contrario de la salvación no es, pues, solamente el sufrimiento temporal, no cualquiera, sino el definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazados por Dios, la condenación.

Como resultado de la obra salvífica de Cristo, el hombre existe sobre la tierra con la esperanza de la vida y de la santidad eternas. Y aunque la victoria sobre el pecado y la muerte, conseguida por Cristo con su cruz y resurrección no suprime los dolores temporales de la vida humana, ni libera del padecer toda la dimensión histórica de la existencia humana, sin embargo, esta victoria proyecta una luz nueva, que es la luz de la salvación. Cristo se acercó al mundo  porque lo asumió en todas sus formas, hasta la muerte, para alcanzar la salvación del hombre. La cruz de Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan manantiales de agua viva.  Es en ella donde el cristiano tiene que plantearse el sentido. El evento de la Cruz de Cristo, que revela el “modo de ser” de Dios, y es por tanto fuente de sabiduría para el hombre.

Todo hombre en su cruz puede hacerse partícipe de la cruz de Cristo. Por este motivo todo hombre tiene su participación en la redención y está llamado a participar con su pasión. Desde este punto de vista, desde la fe, el dolor adquiere un nuevo significado. Es una prueba a la que se ve sometida la humanidad de la que brota la esperanza. El hombre al descubrir por la fe el  redentor, Cristo, descubre al mismo tiempo en él sus propias carencias, las revive mediante la fe, enriquecidos con un nuevo contenido y con un nuevo significado. Y está en nosotros la virtud de la constancia al soportar el malestar con la convicción de que el dolor no prevalecerá. Es así como, a los que sufren y participan en los sufrimientos de Cristo lo hacen por el reino de Dios, y por ello, les da la esperanza de aquella gloria de la resurrección, unida a la Pasión. El hombre, al descubrir por la fe el sufrimiento redentor de Cristo, descubre al mismo tiempo en él sus propias cruces,  los revive mediante la fe, enriquecidos con un nuevo contenido y con un nuevo significado.

Coexiste una lógica o razón que se convertiría en irracionalidad si se obstinaba en permanecer en las cosas que no puede ella descubrir por su propia luz y en cerrar los ojos ante una luz superior que le hace verlas. Porque lo que la revelación nos comunica no es simplemente algo incomprensible sino un significado comprensible que no puede ser percibido ni probado por hechos naturales, ya que esto es algo inagotable, que cada vez nos hace conocer de sí mismo lo que quiere, pero en sí mismo es transparente y para nosotros lo es en la medida en que nosotros recibimos la luz, y es fundamento para un nuevo entendimiento de los hechos naturales que se revelan como hechos que no son únicamente naturales.

Es así como la inteligencia natural percibe que hay algo más de lo que ella puede llegar a ver sola, pero que a la vez, eso que está más allá, no lo puede conocer sin ayuda de otra luz, la de la fe.

Jesucristo mismo nos indica así el camino: Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz y sígame. El dolor ofrece al cristiano la ocasión de dar testimonio de su fe. El Evangelio habla ante todo del sufrimiento por Cristo, por  su causa, por su nombre. De igual manera, el hombre que descubre en los padeceres propios los dolores de Cristo, les da contenido y significado.

Yo podré tomar cualquier cosa que el médico me mande para aguantar el dolor, pero la fe me da la certeza, aunque muchas veces yo no lo entienda, de que existe un significado. Nosotros los cristianos más bien lo que hacemos es aprender a soportar los padecimientos que nos toquen en la vida. En los casos en que la gente hace penitencias, no es tampoco porque buscan gozo en sufrir, sino para tal vez purificarse o asemejarse a la pasión de Cristo…aunque las carencias de la vida ya son suficientes en su medida.

Definitivamente, la vida humana está destinada a un fin que trasciende al pecado, y Dios permite el mal para sacar de él un bien mayor. La experiencia del hombre en el mundo, entonces, no es su realidad última sino sólo la condición penúltima de su destino sobrenatural. , una posible salvación: aceptar la propia situación, dar un enérgico sí a los hechos y autoafirmarse por la acción y por la lucha. Es la aceptación de la contingencia y de la finitud, y su superación por un vivir en presencia de la muerte, no basándonos en una filosofía de tragedia y de desesperación sino en una filosofía esperanzadora y llena no solo de existir sino de vitalidad, de fuerza, de aguante, aquel soporte que solo la fe nos da.

Para creer, para fortalecer la fe, basta Jesús crucificado. El papel del cristiano en el mundo es precisamente combatir el miedo y el dolor, encarnado en la historia del Evangelio y su alegre mensaje de amor, de vida y de redención.   Cristo se acercó sobre todo al mundo del sufrimiento humano por el hecho de haber asumido este sufrimiento en sí mismo. Él, aunque inocente, se carga con los sufrimientos de todos los hombres, porque se carga con los pecados de todos.

Dios sabe que nuestra felicidad sólo está en Él y permanentemente nos ofrece su amor y su amistad. Pero lo que ocurre es que no escuchamos habitualmente su íntimo llamado por el bullicio de nuestros pensamientos como tampoco podemos recibirlo cuando estamos “llenos” de vanidad y de deseos exclusivos de placer mundano. Es entonces cuando Dios a través del sufrimiento nos advierte de nuestros errores y defectos que algún día tendremos que descubrir si queremos liberarnos de este “falso personaje” que impide al hombre percibir la belleza y dignidad de su existencia original. Es, en realidad, nuestra mente la que debe ser crucificada para poder renacer en Cristo a través del amor y con la gracia del Espíritu Santo. Visto de este modo, el efecto redentor del sufrimiento está abierto a la libre voluntad del hombre de someter o no, su rebeldía y su orgullosa autosuficiencia a los superiores designios del propósito divino.

Para un cristiano que ama a Jesús en su corazón existe otra perspectiva ante el dolor y ésta es la de compartir y co-participar   en el sufrimiento redentor de Cristo. Es así como su muerte y su resurrección se proyectan sobre todos los hombres y los cristianos sabemos que en nuestros dolores estamos completando  en alguna medida este misterio de salvación, colaborando en la redención del mundo. Juan Pablo II ha hablado, en este sentido, de un Evangelio del Sufrimiento señalando que, en el dolor humano, hay una particular fuerza que acerca interiormente al hombre a Cristo y agrega que el sufrimiento, más que cualquier otra cosa, abre el camino a la gracia que transforma a las almas. Es por eso que quien quiere ser un verdadero discípulo de Cristo debe levantar su propia cruz y asumir con valor, y aun con alegría, su tristeza y su dolor.

En realidad, cada sufrimiento aceptado por amor a Jesús es una parte de su cruz que sostenemos; una pequeña porción del dolor humano que compartimos con Él, y si pudiéramos percibir la gratitud de su mirada sentiríamos que el peso que nos agobia se atenúa y que también nuestra espalda es ancha y nuestra carga es ligera. La historia de la humanidad es historia de sufrimiento y en un sentido más trascendental en la historia de la salvación.

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