Por: Jorge Malpartida Tabuchi
Los muertos vienen de a tres. Cruel consigna que recuerdo cada vez que Facebook me advierte que ha partido alguien querido. Será coincidencia o azar biológico, pero en estas últimas semanas el misticismo numérico se ha cumplido.
El último lunes de abril se fue Eusebio Quiroz Paz Soldán, brillante historiador que te hacía sentir un poquito más sabio cuando lo entrevistabas. Luego, el viernes de esa misma semana me desperté con el timeline lleno de retratos en tonos grises de Augusto Higa, el escritor que mejor sintetizó las cicatrices de los nikkei que deambulan por el Perú. Y hace dos semanas partió Eduardo Ugarte y Chocano, amante del arte, los museos y guardián de la belleza monumental de Arequipa.
Aunque ninguno era mi amigo, el corazón se me estrujó en partes iguales al enterarme de sus muertes. No eran extraños: compartíamos un mismo viaje. Imposible quedar indiferente ante el legado que cada uno deja: sabiduría, identidad cultural y amor al terruño. La admiración se convierte en un cariño en segundo grado.
De Don Eusebio recuerdo el embrujo que te transmitían esos 4.000 libros que atesoraba en el estudio de su casa. Y su voz de profesor amable para desasnarte cada vez que explicaba algún episodio de la historia de Arequipa o su tesis sobre la identidad mestiza de la ciudad. Su método de enseñanza era el interrogatorio pausado.
—¿Quiénes cantan las mañanitas, amigo periodista?
—La gente mayor supongo.
—No, no, no…los mexicanos ¿Y tú qué cantas en las fiestas? –decía detrás de sus gruesas gafas.
—¿Feliz cumpleaños?
—¡No, no mentira…tú cantas el japi birdei!
—…
—Ahí está la diferencia. Los arequipeños no hemos aprendido a cantar en los cumpleaños algo que sea singular, algo propio. Los mexicanos sí lo hacen.
A Augusto Higa solo lo entrevisté una vez, por teléfono. Estaba escribiendo una crónica sobre la conexión vital entre el Mercado Central de Lima y sus ficciones. Y los conflictos que surgen en este espacio de supervivencia. Como ocurre en su novela “Gaijin”, cuyo protagonista, Sentei Nakandakari, un migrante japonés, inicia una brutal carrera en las calles para escapar de la indigencia. Comienza de vendedor ambulante y termina como dueño de un burdel en el centro. Esa vez, el sensei Higa me explicó su fascinación por los mercados y cómo estos activaban sus mecanismos creativos.
—Me siento cómodo adentro: con sus ambulantes, sus papas, frutos y carnes. Puedo escoger los productos, ver el pescado, conversar con la florista, vivir entre ellos y recibir el lenguaje callejero.
También le gustaban estos escenarios caóticos porque mostraban las ilusiones que se hacían añicos. No le interesaban las historias de migrantes emprendedores, sino las de aquellos que quedaban en el limbo, despreciados por los dos bandos, incapaces de volver a casa y de ser aceptados en el nuevo lugar. La fatalidad de aquellos que eran extranjeros en ambas orillas del océano. Recuerdo que me invitó a conversar en su casa en Surquillo para seguir hablando sobre sus ancestros de Okinawa y los míos, más arriba, en el archipiélago. Pero empezó la ola omicrón del COVID-19, nos resguardamos y olvidé nuestra cita. Ahora solo queda este fragmento incompleto de su historia.
De Eduardo Ugarte y Chocano recuerdo sus columnas en La República, que llegaban pasado el mediodía en esos cierres infinitos de los sábados, su férrea oposición al horrendo domo verde que puso la municipalidad provincial en la Av. Parra, y su trabajo de hormiga desde Asdeproar por hacer de Arequipa un lugar más vivible. Recuerdo su revista “La Ciudad”, un repositorio para ideas y soluciones, y los concursos de periodismo que organizaba junto a Aurora Bellido. Me acuerdo de sus charlas de peatón cuando lo encontraba con su sombrero de explorador a espaldas de la oficina de El Comercio, en el C.C. Cayma.
Desde esos años es una entrevista en la que me contó cómo era esa ciudad que recorría de niño, allá por los 50:
—El centro era un espacio habitado. Recuerdo que mis compañeros del colegio San Francisco vivían en casonas del centro con un patio interior que conservaba un pedazo del cielo.
Me acuerdo de su voz calmada y sus poemas que reunió en libros como “Donde no llega el día”, “Opacidad de la quietud” y “Azabaches en nidos de laurel”. El día que murió, su amigo, Javier Rivera colgó un video en el que leía unos versos de El último salto:
…crecido cerca de acequia
arrinconada entre encendidos texaos o solo geranio
en ventana abierta al sereno
así traslúcido y brillante
todo y solo ojos
se lanzó por las escaleras
abrió la puerta con los brazos abiertos
quedó en el aire sin piso en el vacío
con la frente en alto vertical entró a la noche
saltó a la noche
donde todo cabe y todo va
porque se puede volar sin miedo al sol
y sin la oscuridad de la sombra cotidiana
solar y plana.
Recuerdo al señor Eduardo y vienen de vuelta esos años tranquilos en Arequipa, esa ciudad a la que tanto amó y cuidó con su mente y alma. Hasta que nos dejó.
Tolstói decía que en la vida avanzamos como pasajeros de un barco muy grande, cuyo capitán va desembarcándonos de a pocos. A veces, en su lista negra aparece uno, otras veces, dos, o tres. Hasta que nadie nos obligue a bajar, lo único que podemos hacer es “intentar pasar el tiempo que nos queda con nuestros compañeros de viaje en paz y armonía”.
Sin duda, hay mucha tristeza por los tres que ya no siguen a bordo, pero la muerte también revela nuestro verdadero yo. Los recuerdos de los ausentes dejan algo más que fragmentos de vida compartida. Son huellas en el alma. Esquirlas que se impregnan en nosotros y tratamos de descifrar mientras nos toque seguir en esta travesía.