Por Mónica Carrillo Zegarra*
Hace algunas semanas la cuenta de Instagram del activista Orlando Sosa Lozada fue suspendida por explicar detalladamente qué significaba “fragilidad blanca”. Estas reflexiones se dieron en el contexto de un debate público sobre la surfista Vania Torres, quien se pintó la cara de marrón y en sus redes sociales expresó gestos estereotipadamente racistas alusivos a mujeres andinas. Este hecho causó indignación en buena parte de la sociedad, incluyendo la organización indígena Chirapaq. Al parecer, la cuenta de Sosa fue reportada por algunos otros peruanos que se sintieron ofendidos por sus afirmaciones como “entre los múltiples privilegios que otorga la blanquitud en este sistema racista, se encuentran la credibilidad y la masividad de sus voces (….) Cuando las personas blancas hablan sobre el racismo terminan siendo más escuchadas y tienen una valoración social positiva que lxs ubica en el lugar de ‘héroes’ y ‘salvadores’, a diferencia de las personas racializadas desde la subalternidad que recibimos una valoración social negativa que nos ubica en el lugar de ‘exageradxs’, ‘resentidxs’ y ‘acomplejadxs’”.
Recientemente, la crítica literaria Giancarla Di Laura publicó un artículo sobre el poema “Muchachita negra” de la reconocida poeta peruana Blanca Varela. Este texto, publicado por Varela (quien había ingresado a la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en 1943) en el semanario “Perú Nuevo” el 15 de marzo de 1945 cuando tenía 18 años fue rescatado luego de casi 70 años por Carlos Carnero y su Librería Inestable de Miraflores. El poema fue publicado por el Archivo Blanca Varela sin ser acompañado de una visión crítica sobre el mismo. Dice así:
MUCHACHITA NEGRA
Muchachita negra
Carne de membrillo
Ojos de aceituna
boca de sandía
tu carita de ámbar
tiene tanto brillo
que es blanca en la noche
y negra en el día
Muchachita negra
de pies charolados
cachitos de cintas
manos de tizón
no quiero que llores
porque te despintas
y se mancharía
tu alma de algodón.
Si bien algunos estudiosos consideran que este es un “protopoema” ya que no responde al estilo y estética cultivado por la autora posteriormente, el texto destella una calidad magistral en reproducir los estereotipos racistas y cosificadores sobre las personas afrodescendientes, sin matices de ironía o cuestionamientos.
La publicación de este artículo ha generado malestar en algunos círculos de afamadas escritoras, quienes han pretendido acallar las críticas al poema. Por un lado, se ha defendido el poema calificándolo de “lúdico” y expresando su acuerdo con la metáfora de la niña afrodescendiente cuyos pies son “encharolados”. Y por otro, han desvalorizado las opiniones de las mujeres afroperuanas que consideramos a este poema racista, como si nosotras no tuviéramos la capacidad intelectual para emitir una opinión crítica de una pieza literaria, que por cierto además, hace alusiones a nuestros cuerpos y a nuestro pueblo.
La “boca de sandía” y las “manos de tizón”
Analizar el texto y el uso de algunas palabras y arquetipos es un aspecto legítimo de la crítica literaria, que permite entender el contexto del escrito. El término “muchachita” nos remite al uso actual de la palabra “muchacha” como sinónimo despectivo de la trabajadora doméstica. La autora coloca a una niña afro como inferior, sin ningún atisbo de ironía o empatía que cuestione la dinámica de poder entre una mujer blanca y una niña afrodescendiente. En todas las metáforas que propone, convierte a su musa afroperuana en plantas comestibles y de cosecha, así como otros objetos.
Estas metáforas -aceituna, membrillo, sandía, charol- han sido y siguen siendo usadas como insulto racista tal y como lo prueba el Observatorio Afroperuano de LUNDU, que analizó 11,000 ediciones impresas de diarios para sistematizar los insultos emitidos hacia los afrodescendientes.
Y otro elemento, no menos grave, es que luego de la contemplación cosificadora de la niña afrodescendiente, la voz de Varela interactúa con esta niña, asumiendo conciencia de su dolor, pero pidiéndole que no llore para no manchar su “alma de algodón”. Esto nos remite a dos dimensiones. Por un lado, la “blancura” como ideal de pureza en contraposición a la “mancha” supuestamente cargada por los afrodescendientes, que fue el principal argumento de la Iglesia Católica para justificar la esclavitud. Y por otro, esta materialización del alma de la niña en el algodón recuerda a una de las principales labores de los esclavizados en las zonas rurales. Son en estos campos de algodón, y por este cultivo, que se sacrificó y torturó indolentemente a miles de africanos en las haciendas de la costa peruana.
Las personas de clase media y alta peruana han mantenido una relación cercana con las mujeres afroperuanas a partir del trabajo doméstico. Hasta hace menos de dos décadas se encontraba en los periódicos avisos que buscaban a empleadas domésticas afroperuanas por sus supuestas cualidades de servicio y cocina. He visto, de manera cercana y reiterativa, historias de mujeres afroperuanas que vivían en la casa de sus empleadores con sus niñas y niños. Y el “trabajo” de estos menores era jugar -muchas veces forzadamente- con los hijos e hijas de los dueños de casa, aceptando el abuso de poder e insultos racistas.
En otros casos, algunas niñas afroperuanas, usualmente desde los 11 años, eran enviadas a las casas de los oligarcas sin tener contacto con sus familiares. En algunos casos les fue difícil hacer una vida fuera de la casa de los empleadores, y si tuvieron familia, sus hijos se criaron dentro de la casa de trabajo hasta que eran mandados con sus abuelos cuando llegaba la adolescencia. Compartí el poema con dos familiares, mujeres adultas mayores de más de 75 años y con experiencia de trabajo doméstico de niñas y con experiencia de haber vivido en la casa donde trabajaban. “Así es como me decían de niña. Hacían referencia a mi peinado llamándolos cachos”. “Cuando te decían aceituna, creían que te estaban haciendo un favor”, comentaron al leer el poema.
Criticando a la crítica
“Muchachita negra” es una ventana para entender los prejuicios de ese tiempo, donde había discusiones sobre lo afroperuano, el apartheid en Sudáfrica, el renacimiento de Harlem y el uso de los black faces en la televisión estadounidense. Es interesante ver que Varela trae además referencias racistas de Estados Unidos que no eran tan usadas en el Perú en aquella época, como la “sandía” usada desde antes de la segregación y vigente hasta hoy como arquetipo de la supuesta fealdad, la gula y los rasgos grotescos de las personas afrodescendientes. Es decir, al parecer la autora no era ajena a las discusiones de su tiempo sobre el racismo y la explotación y escogió iniciar su carrera mostrando su cercanía con estos prejuicios para así validarse ante sus pares de clase y raza. Por ende, es tarea de la crítica identificar si posteriormente su producción presentó una mirada diferente de los afrodescendientes o si estos prejuicios siguieron escondidos o tangenciales en sus obras posteriores.
En el Perú, las escritoras han denunciado invisibilización de sus voces dentro del canon literario. Una práctica común ha sido encasillarlas y romantizarlas como “voces femeninas” o “eróticas” y no considerarlas en los estándares canónicos. En un escalón más abajo, las escritoras afros e indígenas, además de ser excluidas en las críticas literarias lideradas por visiones patriarcales blancas y mestizas, también son ignoradas por algunos -no todos- círculos emblanquecidos y mestizos de escritoras y críticas, quienes las mencionan tangencialmente cuando necesitan tener la cuota de diversidad, enfatizando que es poesía afro o poesía indígena. Es decir, repitiendo un patrón de exclusión similar a aquellos contra los cuales luchan. Algunas reconocidas poetas han presentado argumentos como: “la acepción de alma pura siempre ha sido blanca más allá del color de quien la porte”, lo cual refleja la universalización de sus concepciones de superioridad de lo blanco y la ignorancia sobre la riqueza y complejidad de las ciencias y prácticas espirituales de diversas civilizaciones, incluyendo las forjadas en el territorio peruano.
La poesía de Blanca Varela es una referencia e inspiración para muchas poetas contemporáneas. De manera personal no me siento interpelada por su poesía, pero respeto y valoro su vocación y la de otras escritoras que han alzado su voz poética y logrado respeto en un contexto machista.
Es importante mencionar que me defino como feminista afrodescendiente y valoro la importante influencia del movimiento feminista al inicio de mi activismo que influenció mi compromiso político de incorporar una mirada feminista dentro del movimiento afroperuano. Pero estos procesos y luchas personales no son razones para no revisar la trayectoria de sus paradigmas y así abrir las posibilidades de reparar y entender que el contrato social establecido desde la conformación de esta república -que celebraremos en el Bicentenario de la Independencia- generó acuerdos basados en quienes tenían el poder para establecerlos.
Estos contratos sociales no fueron redefinidos y perpetuaron la visión del pueblo afroperuano como “esclavizable” tal y como se ve en otras obras literarias del siglo XVII y XIX analizadas por críticos literarios como Marcel Velázquez Castro, quien además acuña el término “sujeto esclavista” para graficar la relación planteada por las élites blancas y mestizas en la producción literaria y ensayística del periodo antes mencionado.
Las mujeres poetas siguen luchando por ser incorporadas en el canon literario no sólo bajo la etiqueta de poesía de mujeres o voces femeninas, sino como parte constitutiva de las voces poéticas nacionales. Para que este proceso se logre, deben hacer un análisis justo de sus paradigmas; criticando los discursos fundacionales políticos, filosóficos y culturales; ejerciendo la solidaridad de género que además incluya a identidades femeninas transgénero; y rescatando aquello que pueda contribuir a un intercambio de pares con creadoras afroperuanas e indígenas.
La supuesta fragilidad de las mujeres blancas ha sido usada a lo largo de la historia para justificar los más grandes abusos contra los afrodescendientes, incluyendo los linchamientos en Estados Unidos sobre los cuales el Klu Klux Klan argumentó que era una medida para proteger a las mujeres blancas. Esta visión, ajustada a los contextos locales, se repite en el Perú, donde usualmente las mujeres afroperuanas son acusadas de violentistas o acomplejadas cuando analizan, denuncian o reflexionan sobre el racismo. Así, cuando las interlocutoras son mujeres blancas, se activa la cultura de la “fragilidad”, polarizando la discusión sin dejar espacio para un debate y, de ser necesario, un mea culpa ante la ofensa o hecho racista.
Ahora, ad portas del Bicentenario de la Independencia (2021) -que por cierto no es el bicentenario de la abolición de la esclavitud (2054)- proponemos reformar ese obsoleto contrato social. Y esto puede hacerse, también, en poesía.
“Con mi privacidad naciste, creciste
y aunque no mueras conmigo el podio de donde hoy cuestionas lo doméstico.
No te odio, tampoco te quiero, apelo a tu conciencia
¿si me arrebatas mi domesticidad, ¿qué de privado me quedará?.
Me extienden una alfombra rosada de cáscara de cebolla
que me emociona hasta las lágrimas
debo atender su llamado, es decir, atenderlos
confío que en el fondo para ellas es una manera de demostrarme su cariño,
en fin,
han sido muchas lluvias
qué me queda, mujer
qué me ofreces ¿mujer?”
(De Unícroma, Mónica Carrillo Zegarra, 2007)